En conjunto, forman una familia hermosa a la que, no obstante, le faltaba algo. Lo noté en algún momento, de una manera casi imperceptible. Cierto escepticismo por parte de este hombre cuya bondad brota espontánea, sin poses. Además, es sincero y trabajador, pero parecía necesitado de algún detalle, lo percibí y él, también, debió sentirlo.
De eso hablamos al encontrarnos, por segunda vez en un mismo día, ya no repartía galletas, iba con su mujer y sus dos hijos, quienes participaron en la misa de recibimiento para el retiro Emaús Hombres de la parroquia Jesús Maestro, donde mi amigo estuvo sirviendo el pasado fin de semana. Allí lo vi repartiendo galletas y, luego, cargando equipaje, colaboró en lo que fuera necesario, una mística de los servidores que se congregan en esa hermandad. Da gusto verlos.
Le dije lo que sentí, que me alegraba tanto encontrarlo en ese lugar, y me respondió que desde hace tres años había tomado el camino de vuelta a la iglesia, que no era muy religioso, de hecho, tampoco ahora considera que lo sea tanto, pero que se había reencontrado con El Señor.
Cuando un hombre joven, excelente profesional, cabeza de familia, con posibilidades de hacer tanto bien y tanto mal, me dice eso, me invade la esperanza y la alegría. Porque con las mujeres, por alguna razón, la ruta hacia la conversión, se toma más fácil, pero esa lucha con los varones es titánica y así mismo de enorme, increíble, como si estallaran fuegos artificiales en el cielo, es el triunfo del amor de Dios cuando ellos incorporan la fe a sus vidas, a su familias.
El domingo, al abrazar a mi amigo, su mujer y sus hijos, unos niños alegres, simpáticos, y cariñosos, sentí que a esa familia ya no le falta nada, está plena, completa, porque, en su centro, ahora, reina Dios.
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